miércoles, 26 de agosto de 2015

Mario Borzaga, primer Mártir Oblato de Laos



Comenzamos una serie de semblanzas de los Mártires Oblatos de Laos. Irán apareciendo, por orden cronológico de su martirio, en la medida que avance la traducción en español. Hoy toca el turno al 1º: el Siervo de Dios y pronto Beato Mario Borzaga





Un centinela en vanguardia:
El Padre Mario Borzaga, o.m.i.
(1932 – 1960)



El Padre Mario Borzaga, o.m.i.
Testigo de Jesucristo en Laos,
Muerto  el 1º de mayo de 1960 en Muang Kassy (Laos)

 « Yo rezaba, triunfaba en mis estudios, y soñaba… »

Mario BORZAGA nació en 1932 en Trento, al pie de las montañas del norte de Italia. Era el tercero de una familia de cuatro hijos: tres varones y una chica.
Era activo por temperamento y su físico fuerte como el de los montañeros. En su ciudad natal se le conocía por su inclinación a la aventura: le gustaba subirse a los árboles, corretear por las calles con una bicicleta demasiado grande para él, escalar montañas.
Crecido en un ambiente familiar profundamente cristiano, sentía atracción por el sacerdocio. Entró en el seminario menor de la archidiócesis. Recordando aquella época, escribirá: “Yo amaba a Jesús en los sacramentos, y a María. Rezaba, triunfaba en los estudios, y soñaba...” Cuando pasó al seminario mayor, su amor por la naturaleza seguía vivo.  Gracias a eso, aprendió a observar en profundidad a las personas y a las cosas; anotaba con regularidad sus observaciones en su diario.
En una foto muy conocida recibida desde Laos, se ve a Mario sentado, escribiendo a máquina; la expresión de su rostro refleja su total concentración y atención a lo que está haciendo. En efecto, escribió muchas páginas a lo largo de su corta vida misionera: ahora su diario y sus cartas son un tesoro que nos permite conocer a fondo, además de sus actividades, su itinerario interior. Sus compañeros de seminario dirán después que ellos ya eran conscientes de esa creciente profundidad  interior; intuían que eso llevaría a Mario a un compromiso más grande.
Un sueño misionero
Tenía apenas veinte años cuando vino un misionero a hablar a los seminaristas. Mario lo escuchaba atentamente y tomó conciencia de que Dios lo llamaba a las misiones extranjeras: su vocación sería la de un misionero oblato. Los Oblatos, congregación fundada en Francia en 1816  por San Eugenio de Mazenod, enviaba misioneros a varios países.
Para realizar esta vocación, Mario comprendió que tenía que cortar con los estrechos lazos que lo unían a su familia y a sus amigos. En este sentido comenzó dando el primer paso al iniciar el año de noviciado en 1952. Lo define así: “Es un año en el que pone a prueba la posibilidad de darse completamente al Señor. Es un año durante el cual uno se entrena a renunciarse, a vaciarse completamente de sí mismo, como se vacía una papelera, sin quejarse.”
Después Mario se prepararía para la vida misionera mediante varios años de estudio. Durante ese tiempo tenía una meta espiritual precisa: transformarse lo más posible a imagen de Cristo sacerdote, víctima y apóstol. Quería conseguirlo gracias a la Eucaristía y a María Inmaculada: la Eucaristía como pan partido, fruto del sacrificio de la Cruz, es decir del amor; María Inmaculada, porque ella dio Jesús al mundo. Mario quería imitarla hasta el punto de llegar a ser misionero como ella y portador de Cristo Salvador. Desde ese momento, el pensamiento del martirio ya estaba presente en su espíritu.
En 1957, Mario fue ordenado sacerdote. Fue una fiesta hermosa para su familia, su parroquia.  Ese mismo año los Oblatos de Italia enviaban a Laos el primer equipo de misioneros. Mario, corazón de apóstol, fue uno de los elegidos para enrolarse y aceptó con alegría: su sueño se iba a realizar. Confía sus sentimientos a su diario: “Fiesta de la Visitación. Uno de los días más importantes de mi vida: he recibido la obediencia para Laos. Iréen nombre del Señor. ¡Virgen Inmaculada, ayúdame! Jesús, Jesús, Jesús, yo quiero ser uno de los tuyos, como Pedro. Pablo, Bernabé, Lucas, Santiago y Juan.”

En Laos: la desilusión
Llegar a uno de los países más pobres del mundo, con un número tan reducido de cristianos, fue un choque para él. El primer año lo pasa en la misión de Kengsadok. Allí tendrá que aprender el idioma, la cultura local y la vida misionera.  Su celo misionero los empujaba a lanzarse. Le gustaba estar con la gente, deseaba aprender todo de ellos, al máximo posible, para anunciarles el Evangelio de la salvación.
En realidad fue un año muy difícil. Se sentía aislado, perdido, lejos de todos sus compatriotas y amigos. Se empeñaba por aprender el laosiano, pero era incapaz de comunicarse con la gente, y, por eso mismo, incapaz de ejercer de verdad su ministerio sacerdotal.

Tal situación lo llevaba a sentirse inútil. Escribe en su diario: “Mi cruz soy yo mismo, soy una cruz para mí mismo. Mi cruz es la lengua que no soy capaz de aprender. Mi cruz es la timidez que me impide pronunciar una sola palabra en laosiano”.  Experimentaba así la gran dificultad de ser misionero en el extranjero.  Pero en su apuro buscaba la presencia de Dios. Escribiría entonces esta oración: “Todo te pertenece, Señor, incluso el malestar, la angustia, los remordimientos, la oscuridad… Yo te amo porque tú eres Amor”.


Kiukatiam
Mario Borzaga tenía veintiséis años cuando fue enviado a su primer puesto de misión. Kiukatiam era una aldea hmong, a unos 80 km. de Louang Prabang, al lado del camino que va en dirección de Xieng Khouang y Vietnam y que se llamaba entonces la carretera Astrid. Mario relevaría allí a un misionero oblato aguerrido, a quien él apreciaba mucho, el Padre Yves Bertrais: se habían establecido sólidamente los cimientos del cristianismo, había que construir y desarrollar la comunidad. Ayudado por el Padre René Charrier, o.m.i., Mario puso manos a la obra con todo su corazón: hizo todo lo posible para estar a la altura, siguiendo el ejemplo de los dos ancianos.
A partir de 1959 se quedó con la tarea él solo. Enseñar el catecismo, iniciar a la oración, visitar las familias, acoger a los enfermos que diariamente acudían a las puertas del pequeño dispensario de la misión, a todo eso consagraba Mario su tiempo y sus fuerzas. Le confiaron también la formación de los jóvenes catequistas hmongs. Se daba prisa como quien sabe que la vida del apóstol es breve, y que hay que entregarla enteramente por el Reino de Dios.
Pero no tenía experiencia, y a menudo las exigencias amenazaban con superar sus fuerzas: ¿Cómo cuidar de quienes ya son cristianos sin desatender a quienes aún están alejados?  ¿Cómo dirigir una escuela de formación para los nuevos catequistas aprendiendo al mismo tiempo el hmong, una lengua tan distinta del laosiano?  ¿Cómo ocuparse cada día de las largas colas de enfermos y al mismo tiempo responder a las llamadas de las aldeas lejanas, a las que aún no había llegado el Evangelio?
Esos desafíos eran duros, y Mario se resentía con frecuencia por el aplastante peso de esas responsabilidades. Él, para seguir creyendo, para no abandonar la tarea, encontraba las fuerzas necesarias únicamente en su gran amor por Jesús. Sí, se hallaba en ese puesto porque lo quería Dios. Escribe: « Nosotros, los misioneros, estamos hechos así: para nosotros lo normal es partir; es necesario desplazarnos. Mañana los caminos serán nuestras casas. Si nos vemos obligados a pararnos por un tiempo en una casa, la transformaremos en camino que lleva a Dios. »

El obispo, Mons. Étienne Loosdregt, o.m.i., había invitado a los misioneros a que se preparasen a la persecución. En agosto de 1959, Mario confiaba su pensamiento a su diario: “Todos nosotros conocemos las disposiciones  dadas por la Santa Sede para los tiempos de persecución. ¿Qué nos pasará? Nada, pues estamos en las manos de Dios. Así pues, calma.” Las instrucciones eran que permaneciesen en los puestos de misión, en solidaridad con los fieles.

Retrato de un misionero
Los oblatos que lo conocieron por aquella época hacen de él un retrato con matices, muy positivo. Así, por ejemplo, el Padre René Carrier:
« Mario era muy tímido, pero a la vez muy gentil y muy servicial.  Jamás rechazaba ningún  servicio. Tenía una gran modestia y hacía todo lo posible por no aparentar. Me acuerdo de una anécdota: yo salí con Mario para ir a comprar medicamentos.  Tras dos horas de camino, me doy cuenta que había olvidado el dinero en casa. Pese a mis protestas, Mario dio la vuelta; como buen andarín, llegó al lugar de la cita al mismo tiempo que yo.
Se empeñaba en aprender la lengua, pero no hablaba mucho con la gente. Cuando se extrañaban, yo les decía que estaba aprendiendo. Después que yo me fui, al hacerse responsable de la casa, adquirió sin duda más seguridad. De todos modos los hmongs lo animaban. Era muy trabajador y animoso, con un carácter propio de un montañero. Tenía talento en diversos campos, por ejemplo, para el canto.  Compuso una Salve Regina muy bonita”.
El Padre Juan Hanique, o.m.i., añade: “El P. Mario Borzaga se distinguía por su pastoral misionera. Era un hombre bueno, un líder, un hombre realmente serio. Estaba siempre disponible para la misión. Yo era su provincial, y tengo una excelente impresión general de él.”
Los Hmongs en su propia lengua llamarán al Padre Mario “Corazón grave y sincero”.
Entre los jóvenes alumnos catequistas que Mario tenía consigo, los recuerdos están impregnados de mucha ternura hacia aquel que era para ellos un verdadero padre. Uno de ellos escribe: “El Padre Mario tenía mucha paciencia y buen corazón. Quería a todo el mundo. Comprendía un poco el hmong; fui yo quien se lo enseñó.”Otros añaden:
« Yo viví con el Padre cerca de un año. Yo no tenía más que 16 años, yo no sabía construir una casa. Fuimos a hablar con el Padre. Para una casa de 6 metros por 8, él calculaba sobre un papel que las chapas, las vigas, etc. costarían 9 barras de plata. Yo estaba de acuerdo; después fuimos a cortar árboles grandes y se los llevamos para que el Padre los aserrara. Había también un Hermano que había vendo para ayudar al Padre Borzaga: serraron la madera para construir mi casa, y levantamos.
Cuando terminamos, yo estaba cansado a tal punto que al mirar las montañas las veía confusamente; cuando me levantaba me daba vueltas la cabeza, como si fuera a caerme. El Padre me dio a beber un remedio poniendo 10 gotas con agua. Era claro como el alcohol y muy ácido. Pasados unos días mi cabeza se normalizó. Después, todos los días, al terminar de comer, íbamos a aprender a cantar las oraciones con el Padre Borzaga. Tenía una hermosa voz fuerte.”
“Era muy amable, sonriente, guapo” dice otro; “Siempre estaba disponible. Cuidaba bien a los enfermos y velaba atentamente sobre los alumnos catequistas que venían de otros sectores para estudiar con él. Vivíamos en una casa pequeña situada detrás de la suya. Nos compraba ropa, linternas.  Tenía mucha paciencia, no se irritaba y tenía mucha voluntad. Nos cuidaba bien. Al responsable, que era el mayor, a menudo lo invitaba a su mesa.”
La última llamada
La experiencia misionera de Mario Borzaga fue breve: no llegaría a cumplir 28 años. Entre finales de abril y primeros de mayo de 1960, la aventura terminaría en la soledad del bosque, a lo largo de un sendero de montaña, a la vuelta de una gira apostólica con uno de sus alumnos  -sin duda el más rebelde de todos-  el joven hmong Thoj Xyooj (ທໍຂົງ, Shiong).
El domingo 24 de abril de 1960, después de misa, Mario estaba muy ocupado en el dispensario curando los enfermos. Se presenta un pequeño grupo de Hmong para pedirle que vaya a su aldea, situada a tres días de camino al sur de la carretera. Manifestaba estar interesados a la religión. Sin duda alguna también tenían en perspectiva una ayuda médica: se trataba, entre otros, de curar  al papá moribundo de una joven postulante que estudiaba con las religiosas en Xieng Khuang. No era la primera vez que los interesados se lo pedían, pero hasta entonces Mario creía que su deber era negarse por no dejar solo en la aldea a su joven principiante, Antonio Zanoni, o.m.i. Pero esta vez la ocasión era propicia, porque estaban allí para las vacaciones de Pascua dos Oblatos más: los Padres Bramante Marchiol[1] et Pierre Chevroulet[2].
Parece que no se discutió mucho el caso, Mario era un hombre decidido: prometió a esa gente que los seguiría al día siguiente. Su plan era visitar varias aldeas de aquellos parajes y, subiendo el valle del Mekong,  hacia el oeste, hasta llegar a Louang-Prabang –una buena gira misionera antes de que llegara la estación de las lluvias. Invitó a que e acompañase al joven catequista Xyooj, que todavía estaba soltero. Prometió estar de vuelva dentro de ocho o quince días.
Viaje hacia la muerte
El lunes 25de abril de 1960, fiesta del evangelista San Marcos, se pusieron en marcha, portadores de la Buena Nueva de Jesús y de su amor por los pobres y los enfermos. Entre los testigos de la salida estaba el joven Tito Banchong, futuro administrador apostólico del Vicariato de Louang Prbang, que tenía entonces unos doce años. Vieron salir a Mario, mochila a las espaldas, boina en la cabeza, vestido todo de negro como un Hmong; apenas unos centenares de metros y desapareció de la vista con su compañero a la vuelta del camino para penetrar en la foresta y bajar hacia el río Nam Ming. Sus parroquianos  y sus hermanos oblatos no volverían a verlo, ni a él ni a su catequista.
Pasaban los días, las semanas. ¿Qué había pasado? La búsqueda emprendida tras su desaparición evidentemente no dieron ningún resultado seguro. Se supo solamente que había llegado a la aldea prevista, Ban Phoua Xua; que allí había curado a los enfermos, y que después había proseguido su camino con el catequista prometiéndoles regresar  pasados unos meses. Se dirigían hacia la localidad de Muang Kassi, donde esperaban encontrar  una barca o algún camión de paso. Se supo también que elementos de la guerrilla se habían infiltrado por aquella zona y que circulaban sin ser molestados…
En efecto, había que esperar más de cuarenta años para que las lenguas comenzaran a soltarse, para que se pudiera comenzar a reconstruir los trágicos acontecimientos de aquellos días. Quienes facilitaron, de modo directo, los detalles de los últimos momentos formaban parte de la guerrilla. Eran por entonces unos muchachos.



Viaje hacia la vida
El día uno de mayo en Muang Met, una aldea laosiana y kmhmu’ entre Ban Phoua Xua y Muang Kassi, una patrulla de la guerrilla encontraron a Mario, creían que era un “americano”,  y a su joven acompañante. No se sabe si el encuentro fue casual o si habían sido traicionados por las gentes del poblado, simpatizantes con la guerrilla. Ésta odiaba a todo aquel que, a sus ojos, era americano, cristiano o blanco.  Los Kmhmu’ del poblado habían dicho a los viajeros que si fueran cuanto antes.
Los capturaron a la salida del poblado. Ataron al Padre, ligándoles las manos y antebrazos a la espalda, y le dijeron palabras muy duras. El joven catequista gritaba: “No lo matéis, no es un americano sino un italiano, es un sacerdote muy bueno, muy amable con todo el mundo. Sólo hace cosas buenas”. No lo creyeron: decidieron matarlo sin ningún proceso, pero discretamente, sin testigos, bastante lejos del poblado. Golpearon brutalmente al catequista para que se callara.
Mientras tanto, Mario permanecía tranquilo y en silencio, como Jesús ante sus acusadores, como cordero llevado al matadero.
Un antiguo soldado cuenta:
“A lo largo de la senda que sigue la parte opuesta del Phou Mun hemos encontrado un espía americano, acompañado de un Hmong.  Los obligamos a escavar una fosa. He sido yo quien disparó sobre ellos. El Hmong murió en el acto, pero el americano, mientras caía en la fosa, lanzó un grito: ‘¿Por qué me disparáis a mí, soy , soy el Padre?’ Sin esperar más, los cubrimos de tierra, después registramos la mochila que el americano llevaba a sus espaldas. No tenía gran cosa: cuerdas con granos con dos trozos de hierro cruzados, estampas de una mujer resplandeciente, sola o con un niño, y otras de un hombre con el corazón fuera…”
Rosarios, estampas del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen María, eran todo el tesoro l misionero, las únicas armas. Era el uno de mayo, era domingo. Es probable que, en aquella aldea no cristiana, habría celebrado de madrugada, solo con su catequista, una misa: fue su viático.
Los antiguos catequistas de Mario Borzaga también dan su testimonio:
“En abril de 1960 se fue al encuentro de la muerte, y yo guardaba su casa y cuidaba de los animales hasta julio. Entonces vinieron a matar sus animales, pollos, cerdos… Tomaron todo el vino de misa, llevaron sus hábitos, destrozaron la casa. Yo tuvo que abandonar la casa y huir al bosque.
Yo lo quiero y siempre pienso mucho en él: tenía un buen corazón y era muy paciente. Quería a todo el mundo, ´le me quería y murió. Yo lloré y derramo lágrimas. Actualmente siempre pienso en él porque era como mi padre. Yo creo y estoy seguro de que é reza a Dios para que me ayude cada día. Estoy seguro de que Xyooj y él están con Dios; porque los dos tuvieron un camino muy duro. Xyooj y el Padre son seguramente  santos en la tierra y en el cielo eternamente”.
¿Por qué ese crimen? Otro antiguo alumno testifica:
“Todos estamos convencidos.  En cuanto estudiante catequista del Padre Mario, testifico firmemente que fue asesinado porque iba a aquella aldea a echar fuera a los espíritus y para permitir a la gente de abrazar el cristianismo. Fue asesinado porque iba a anunciar el Buena Nueva de Jesús y a curar a los enfermos.”
El sueño de un hombre feliz
Los que mataron a Mario Borzaga interrumpieron para siempre en la tierra el sueño maravilloso de ese joven misionero. Pero el sudor, las lágrimas y la sangre de ese joven hoy dan sus frutos en la vida de cuantos lo han conocido o están comenzando a conocerlo. En la vida verdadera, en Dios, su sueño se ha cumplido.
El Padre Mario Borzaga nos ha dejado un testamento espiritual de gran valor. Su vida demuestra con evidencia que la vocación misionera es un auténtico camino de santidad. Sí, dar su vida por los pobres, viviendo el mandamiento del amor, puede llevar a la perfección: “Yo quiero hacer crecer en mí una fe y un amor profundos y sólidos como la roca, escribía. Sin esas dos cosas yo no puedo ser mártir: la fe y el amor son indispensables. Creer y amar es lo único que hay que hacer”.
Justo antes de hacer su oblación perpetua en 1956, Mario expresaba en su diario el sueño de felicidad para su vida:
“He comprendido mi vocación: ser un hombre feliz, hasta en el esfuerzo por identificarme con Cristo crucificado. ¿Cuántos sufrimientos me quedan, Señor? Sólo tú lo sabes, y yo, en cada instante de mi vida, digo: fiat voluntas tua, ‘que se haga Tu voluntad’.  Quisiera ser, como la Eucaristía, un buen pan para ser comido por mis hermanos, su alimento divino. Por consiguiente tengo que pasar antes por la muerte en cruz. Primero el sacrificio, después la alegría de darme a los hermanos del mundo entero…
Si yo me doy sin pasar antes a través del sacrificio, yo no daré a mis hermanos hambrientos de Dios nada más que un pingajo humano, un residuo del infierno. Pero si acepto mi muerte en unión  con la de Jesús, será Jesús mismo lo que yo podré dar con mis  manos a mis hermanos. Así pues no se trata tanto de renunciar a mí mismo cuanto de reforzar todo aquello que en mí es capaz de sufrir, de ser inmolado, de ser sacrificado en pro de las almas que Jesús me ha dado para amarlas”. (Padre Mario Borzaga, o.m.i., Diario de un hombre feliz, con fecha del 17 de noviembre e 1956).
Original de Roland Jacques o.m.i.,
Traducción de Joaquín Martínez Vega





Para saber más:
SITIO OFICIAL (en italiano)  http://www.marioborzaga.it/index.html
Para más información, estampas, libros y material divulgativo: 
dirigirse al P. Angelo Pelis o.m.i., quien promueve con entusiasmo la Causa y mantiene viva la memoria del P. Borzaga.
Telf. (+39) 339 713 14 72



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